Dicen que el mar del Algarbe está hecho de cartón como en los decorados de teatro y las gentes no lo notan: extienden meticulosamente las toallas en el serrín de la arena, se protegen con gafas oscuras del sol de papel, pasean por ese escenario, anclan al atardecer en terrazas artificiales, donde se sirven, en vasos que no existen, bebidas inventadas que dejan en la boca el sabor sin gusto de los Whiskies de las películas. Se dan baños de agua sin mojar y juegan con olas que se diluyen sin ruido en la playa, decoradas con el ganchillo manso de la espuma. Si miran al cielo ven un reflector color naranja, manejado desde un hueco entre las nubes por un electricista invisible. Así, piensan ellos que es.
Así es, así se imaginan ese paisaje los que no lo pueden ver. Así es para ellos, que a pesar de tenerlo tan cercano, no pueden salir, no lo pueden contemplar. Ellos viven en una casa de salud, pasillos y más pasillos donde los pasos y las voces adquieren inquietantes amplitudes de caverna, salas enormes, repletas de mujeres inmóviles instaladas en sillas con respaldo, mirando con la fijeza de las estatuas de cera, en actitudes de espera. Muchachas inmóviles, erguidas, apretando contra el pecho su juguete y permitiendo que los ángeles se le posen en los hombros, en los cabellos, en los brazos, como los pájaros en las estatuas de los parques. Un pasear de monjas que se deslizan sin sonido por los baldosines del suelo, ondeando levemente las campanillas superpuestas de las faldas, cruzándose con adolescentes deformes que babean en bancos de madera abriendo y cerrando terribles bocas sin dientes, viejas con babi insinuándose con gestos de cocotte, y mechones incoloros.
Así es su hogar, el psiquiátrico, un lugar donde mandan unos chiflados sin gracia, payasos ricos que tiranizan a los payasos pobres de los pacientes con bofetadas de psicoterapias y pastillas, artistas del poder enharinados de médicos, amos y dueños de las cabezas ajenas, de los rotuladores de los sentimientos de los otros; ellos clasifican, etiquetan, hurgan, remueven, no entienden, se asustan por no entender y sueltan sentencias definitivas y ridículas. A ellos los domina una gran estupidez de comprimidos, una incapacidad de amar, una ausencia de esperanza, entran cada mañana en el manicomio como en un hospicio de leprosos, apartándose lo más posible de sus inquilinos como si, al tocarlos, corriesen el riesgo de contagiarse de un mal abominable, de perder el sentido, de recargar la chaqueta con medallas ridículas de lata y creerse Napoleón. Temen que les cierren las puertas, les pongan un pijama reglamentario y no los dejen salir nunca más, salir a ver el mar de cartón. Y conformarse con resurgir de una puerta del pasillo cada mañana poco a poco como Lázaros perdidos en su propio mundo. Prefieren seguir sin entender a los internos, seguir firmando terapias, paro no comprender qué ocurre detrás de las expresiones vociferantes u opacas, de los ojos apagados, de las bocas sin saliva de los enfermos, prefieren que se les reconozca su condición de patrón, de amo, de carcelero, de dueño de los locos que deambulan por el patio, arrastrando los pies. Se creen cardenales de una compleja religión con divanes como altares, con un Freud por Dios, que les permite observar un centímetro cuadrado de epidermis mientras el resto del cuerpo, lejos de ellos, respira, palpita, late, se sacude, protesta y se mueve.
Un libro doloroso, un retrato del mundo de los locos, un mundo cercano a nosotros, tanto que lo podemos llevar dentro, ahí está, sumiso, apático y latente. Un descenso a los infiernos del dolor. Un monólogo interior que da un repaso a las mentiras de una sociedad, una angustia sin remedio. Aquí paseas a la vez por los pasillos de un psiquiátrico, y un lugar tan bello como Portugal. Es sentirte vagabundo y perdido en la bella visión de sus paisajes y despedazado al entrar en ese lugar. Un ir y venir y nunca volver. Son letras que penetran en los huesos y la carne de las mudas y tristes criaturas que habitan espacios sin noches ni días, sin derechos ni esperanzas.
Lobo Antunes hace caso de la antigua solidaridad, y rompe la soledad de esos locos asumiendo su voz, en un grito ausente y desgarrado. Al gritar, da forma a una clara denuncia de las prácticas médicas obsoletas e inhumanas. En “el acto de narrar” da el salto al vacío en pos de las profundidades donde habita la bestia humana, mientras saltamos el autor nos invita a abandonarnos junto a su memoria y el recuerdo del sufrimiento ajeno. Son palabras que despiertan, vibran en tu interior, pueden parecer palabras tristes, como a veces lo es la vida misma, pero es una tristeza bella porque sus palabras son un tren que nos lleva al interior del interior, donde se transforma en letras lo que no tiene letra alguna. Lobo Antunes tiene un don, el de saber explorar el potencial expresivo de la palabra, y usarla para llegarnos en forma de alarma constante con un sonido envolvente.
Es una lectura impresionante, no hay párrafo vacío, ni palabra ausente, todo tiene su lugar. El autor solo deja por decir: ¿Quién le ha dado la llave para abrir lo que llevamos dentro?
Como siempre quedo impresionado con tu tremendo comentario que disecciona la novela como un experto cirujano hace una auptosia.
ResponderEliminarLobo Antunes tiene ese don de explorar el potencial expresivo de la palabra.......también lo tienes tu. Pero además, tu si tienes la llave para abrir lo que los libros y el ser humano llevan dentro. Y la gentileza de enseñarnoslo. Un abrazo, Rafael