
Es fácil estar con él. No ha sido un presentarse, porque ya nos conocíamos, ha sido un encontrarse. Le envié unas letras, claro está, entre nosotros no puede ser de otra manera, pidiendo verle, y acepto encantado. Accedió a volar, a salir, por un rato de su lugar y encontrarse conmigo donde yo quisiera, me dijo, me dio a elegir, a él le cuesta muy poco viajar, se mueve con facilidad. Era importante el sitio, una no se sienta un rato a charlar con Chejov en cualquier lugar. Tenía que ser un sitio especial, acogedor por su ambiente literario y clientes de excepción. El café de Doña Rosa pensé, eso estará bien, se lo comuniqué y allí fue. Yo tenía ganas de volver, me resulta grato, el sentarme en uno de sus divanes acolchados de peluche y tomar un café. Te eché de menos.
El entrar allí es un volver atrás en el tiempo, el olor a chocolate y tabaco, todo el mundo fuma allí, los dorados y labrados en las maderas del techo, sus grandes lámparas de cristal, algún que otro espejo decrépito en las paredes, un reloj, de agujas y numeritos dorados que da las horas cuando quiere, y un gran teléfono negro, el único, quizás, de todo el lugar. Es un paisaje físico, que está poblado de seres humanos, que llenan el recinto con sus miradas, con el humo de sus cigarrillos, con sus conversaciones, con sus vidas y sus rumores. Se forman bonitas tertulias alrededor de sus mesas de “costoso mármol”, donde se construyen fábulas y esperanzas ilusorias o se disfruta de algunos gozos y alegrías.
Llegué al lugar, intencionadamente un rato antes, para disfrutar en soledad de ese ambiente singular y quería ver a Antón llegar. Me senté en una de las mesas que hay antes de llegar a la tarima de la orquesta, era temprano, nadie acompañaba al solitario piano y no había demasiada clientela. Doña Rosa estaba ocupada dando órdenes al camarero para que expulsara a un parroquiano insolvente. En el mostrador le hacen buena compañía a la dueña, la bonita cafetera niquelada que borbotea, pariendo sin cesar tazas de café exprés, mientras al otro lado la registradora de cobriza antigüedad abre su boca sin cesar, cobrando consumiciones, que aumentan el poderío económico de la dueña del café. Ella, tiene un físico imponente, si respira con profundidad, su presencia llena la escena, en este momento pega la hebra con el encargado, hablan de onzas, de leche y de escasez.
Un camarero con ánimo cansado y arrastrando un poco los pies me trae café. Los recuerdo siempre igual, embutidos en sus trasnochados smokings y sujetando las bandejas por el borde desgastado. El limpiabotas me sonríe pero no se acerca, se queda a esperar el trabajo, que aún está por llegar. El cerillero tampoco me presta mucha atención, me conoce ya, y sabe que no suelo fumar, entonces sola, me dedico tranquilamente a observar. La mayoría de los clientes del Café de Doña Rosa son gente sin recursos, pero siguen con atención el movimiento intelectual y literario de una época. Allí estaban los de siempre, los que meditan a solas, sobre entrañables cosas que les llenan o vacían la vida. Hay quién pone al silencio un ademán soñador, impreciso, otros intentan hacer memoria, con la cara absorta. Los poetas se ensimisman con el lápiz en la mano y la mirada extraviada. El que ocupa la mesa, a mi lado, es un poeta joven, de esos que hacen versos de amor, está ojeroso, escribe algo en el papel y vuelve a buscar, siempre busca a la mariposa de la inspiración entre las lámparas del salón.
En alguna mesa, un cliente distinguido, es fácil adivinar por su atuendo a la moda, su periódico en propiedad y ese aire de importancia al caminar. Esperará a una señora o quizás una tertulia con tintes políticos, para luchar por no agotar las posibilidades de arreglo para este mundo cruel y difícil. Quizás, necesite un pequeño triunfo hoy para mantenerse vivo. Un poco más lejos, en un diván, descansan dos señoras de aspecto triste, diría pesimista, pero encarnan unas claras pretensiones sociales, una es un poco entrada en años, la otra es joven y mira al suelo. Hablan entre ellas y señalan a la mesa de los poetas. Algo deben de saber digno de referir. Toman chocolate.
He visto entrar a Antón, le hago señas desde el fondo del salón. Tiene un aspecto impecable, es muy alto, diría que arrogante, viste inmaculadamente, de negro. Es un hombre de frente ancha, cabello negro peinado hacia atrás; su peculiar perilla y sus lentes de pinzas, le dan un aire distinguido. Está elegante, yo diría que es un hombre bello, no ha cambiado mucho, su aspecto es excelente. Se acerca educadamente, no podría ser menos, las señoras lo miran al pasar y él inclina su cabeza al saludar. Me acerco a él y nos damos un solo beso en la mejilla, Antón es especial. Tiene unos enormes ojos negros que rebosan sensibilidad y una sonrisa pícara, parece un hombre que disfruta del buen humor a pesar de su situación. No está pálido, ni tiene aire de evadido, en absoluto, se le ve lleno de vida, alerta.
Le impresiona el lugar, solo lo conocía por la novela, pero no lo había podido visitar. Le gusta el contacto frío del mármol de los veladores, son antiguas lápidas de cementerio, a las que Doña Rosa les da un nuevo uso, y eso a mi invitado le hace sentirse como en casa. Un atractivo del lugar, es leer por debajo de las mesas, con los dedos, los nombres de los difuntos que tuvieron antes, esa propiedad. Antón ríe, ante esta originalidad, su humor es genial.
Pedimos chocolate, es la especialidad, unos mojicones para mojar y dos copas de ojén. Charlamos, de todo en general. Me cuenta que se encuentra bien, a pesar de sus problemas de salud, no siente malestar, ni vive en soledad. Sufrió una larga enfermedad, pero mejor no recordar. Sabe que no está solo, muchos sufrieron lo que él, conoce a Kafka y a Marguerite Gautier, que pasaron las mismas penurias físicas que él, lucharon años contra ese mal, pero soñaron y amaron de verdad. Sabe que el tiempo no acabó allí, que puede seguir, está con Olga y le queda mucho por contar, necesita seguir contando. Pasa Doña Rosa a nuestro lado detrás de su enorme gato, tropieza con los clientes y dice con frecuencia “nos ha merengao”, el gato parece entenderla y juega a ser perseguido entre las mesas. Antón observa a Doña Rosa y ríe con ironía, me dice que algún día le escribirá un cuento, es la gula y la avaricia personificada; le cuento, que se comenta en el lugar, que guarda baúles enteros de oro, tan bien escondidos que no se los encontraron ni durante la guerra civil. Ya, no se sabe, si pesa más el oro, o ella misma.
Es una buena compañía, Antón. Hablamos de “La Tristeza”, su cuento; le digo que es de lo más profundo y doloroso que he leído. Que es un dolor desamparado, angustiado, es la más honda soledad. ¿Sabes que me dice?......que no me asombre, que al mirar a cualquier lugar puedo encontrar a personas así, como el cochero, solas y tristes. Que el mundo está triste y la gente está sola, muy sola. Que nos estamos olvidando de querer, que no sabemos amar. Que no sabemos vivir, que cuando nos demos cuenta ya no podremos seguir. La Tristeza es casi general. Es una pena, dice, pero es verdad. La soledad es la máscara, la búsqueda, la pérdida, el desamor, las añoranzas………. Un jarrón vacío hecho de cristal de angustias y de sueños; o como un gran cántaro de barro, que cuanto más vacío está, más retumba. Oh…………..hablamos de La Dama del perrito, es su cuento preferido. Dice que la escribió como contraposición a Anna Karenina de Tolstoi, pues no deseaba mostrar la convención social, sino más bien unas personas que aman, lloran, sienten y viven. Un canto a la humanidad. No podía censurarlos por un acto de amor. Le pregunte si conoció a la dama en cuestión y me dijo que sí, que alguna vez la tuvo por compañera, o que, me asome a un espejo. Hay muchas Anna Sergueevna, comentó. Es frecuente, que la suerte misma destine una persona a otra y sin embargo, resulta incomprensible que la misma suerte los ponga a tanta distancia. Que todos los que aman sin reservas y sin pensar, están en ese lugar, delante de un balcón con la persona a la que aman detrás, consolando sin saber que decir o qué no lamentar. Diciendo, no llores más. Me dijo que a esos cuentos no se les puede dar otro final, si lo quieres diferente te lo tienes que inventar. Hay hombres y mujeres que dejan el tren del amor, porque alguna vez lo han conocido; incluso que han podido subir a él pero lo dejaron ir porque sólo quedaban billetes de segunda clase o porque no estaban seguros de querer llegar al destino que se indicaba en su itinerario. El también sabe, de relojes parados y corazones de tiza.
Dice que le gusta escribir y sigue escribiendo, que no sabe de historias ni cuentos, sino de emociones. El mira a los ojos de la gente y se acerca a un sentimientos, o dos, o un montón, somos pura pasión. Así es muy fácil escribir, me dice, basta tener el sentimiento al que dedicarle unas líneas, bautizar a las personas y dejar fluir. Sus cuentos reflejan situaciones aparentemente vulgares, por lo general, somos así, tremendamente humanos. Aunque hay excepciones, por eso hay cuentos que empiezan con: Erase una vez un trozo de madera……………Así comienza el cuento de Pinocho y así se podría comenzar a contar la historia de mucha gente. Hay personas que son eso, trozos de madera, incapaz de sentir. El mundo es un vivero de historias increíbles, pero hay que pararse a mirar.
El chocolate estaba exquisito, ha sido una merienda deliciosa. Doña Rosa nos ha invitado, en un larde de generosidad, no nos ha querido cobrar, esta noche tendrá menos que contar. Pero no todos los días tiene a Antón Chejóv sentado en su salón. Ahora hay más gente en el local, y mucho humo, pero a mi compañero no le parece molestar, hacemos un chin-chin con el último sorbito de ojén, a la salud de Cela, que nos trajo a este lugar. También una promesa de querer regresar. Es hora de irnos y vamos juntos, hacía la puerta. Me cuenta que le espera Olga, para pasear por un jardín de cerezos, que es muy feliz y se siente muy amado. Ya en la calle, un abrazo y no un adiós, más bien un hasta luego, el sabe que voy a seguir leyendo sus cuentos y yo sé que en algún lugar él me esperará, al despedirse me ha dicho que, lo que de verdad ha ganado ahora, es, el no preocuparse por el paso del tiempo, le es igual.
Me hizo ver que el puro presente no es sino el fugitivo progreso del pasado royendo el futuro. A decir verdad, toda percepción ya es memoria. Él, dice sentir………..un bonito bienestar. Ha sido una tarde maravillosa, de no olvidar, que fácil es, si se quiere de verdad.
Hasta pronto, Antón.
El entrar allí es un volver atrás en el tiempo, el olor a chocolate y tabaco, todo el mundo fuma allí, los dorados y labrados en las maderas del techo, sus grandes lámparas de cristal, algún que otro espejo decrépito en las paredes, un reloj, de agujas y numeritos dorados que da las horas cuando quiere, y un gran teléfono negro, el único, quizás, de todo el lugar. Es un paisaje físico, que está poblado de seres humanos, que llenan el recinto con sus miradas, con el humo de sus cigarrillos, con sus conversaciones, con sus vidas y sus rumores. Se forman bonitas tertulias alrededor de sus mesas de “costoso mármol”, donde se construyen fábulas y esperanzas ilusorias o se disfruta de algunos gozos y alegrías.
Llegué al lugar, intencionadamente un rato antes, para disfrutar en soledad de ese ambiente singular y quería ver a Antón llegar. Me senté en una de las mesas que hay antes de llegar a la tarima de la orquesta, era temprano, nadie acompañaba al solitario piano y no había demasiada clientela. Doña Rosa estaba ocupada dando órdenes al camarero para que expulsara a un parroquiano insolvente. En el mostrador le hacen buena compañía a la dueña, la bonita cafetera niquelada que borbotea, pariendo sin cesar tazas de café exprés, mientras al otro lado la registradora de cobriza antigüedad abre su boca sin cesar, cobrando consumiciones, que aumentan el poderío económico de la dueña del café. Ella, tiene un físico imponente, si respira con profundidad, su presencia llena la escena, en este momento pega la hebra con el encargado, hablan de onzas, de leche y de escasez.
Un camarero con ánimo cansado y arrastrando un poco los pies me trae café. Los recuerdo siempre igual, embutidos en sus trasnochados smokings y sujetando las bandejas por el borde desgastado. El limpiabotas me sonríe pero no se acerca, se queda a esperar el trabajo, que aún está por llegar. El cerillero tampoco me presta mucha atención, me conoce ya, y sabe que no suelo fumar, entonces sola, me dedico tranquilamente a observar. La mayoría de los clientes del Café de Doña Rosa son gente sin recursos, pero siguen con atención el movimiento intelectual y literario de una época. Allí estaban los de siempre, los que meditan a solas, sobre entrañables cosas que les llenan o vacían la vida. Hay quién pone al silencio un ademán soñador, impreciso, otros intentan hacer memoria, con la cara absorta. Los poetas se ensimisman con el lápiz en la mano y la mirada extraviada. El que ocupa la mesa, a mi lado, es un poeta joven, de esos que hacen versos de amor, está ojeroso, escribe algo en el papel y vuelve a buscar, siempre busca a la mariposa de la inspiración entre las lámparas del salón.
En alguna mesa, un cliente distinguido, es fácil adivinar por su atuendo a la moda, su periódico en propiedad y ese aire de importancia al caminar. Esperará a una señora o quizás una tertulia con tintes políticos, para luchar por no agotar las posibilidades de arreglo para este mundo cruel y difícil. Quizás, necesite un pequeño triunfo hoy para mantenerse vivo. Un poco más lejos, en un diván, descansan dos señoras de aspecto triste, diría pesimista, pero encarnan unas claras pretensiones sociales, una es un poco entrada en años, la otra es joven y mira al suelo. Hablan entre ellas y señalan a la mesa de los poetas. Algo deben de saber digno de referir. Toman chocolate.
He visto entrar a Antón, le hago señas desde el fondo del salón. Tiene un aspecto impecable, es muy alto, diría que arrogante, viste inmaculadamente, de negro. Es un hombre de frente ancha, cabello negro peinado hacia atrás; su peculiar perilla y sus lentes de pinzas, le dan un aire distinguido. Está elegante, yo diría que es un hombre bello, no ha cambiado mucho, su aspecto es excelente. Se acerca educadamente, no podría ser menos, las señoras lo miran al pasar y él inclina su cabeza al saludar. Me acerco a él y nos damos un solo beso en la mejilla, Antón es especial. Tiene unos enormes ojos negros que rebosan sensibilidad y una sonrisa pícara, parece un hombre que disfruta del buen humor a pesar de su situación. No está pálido, ni tiene aire de evadido, en absoluto, se le ve lleno de vida, alerta.
Le impresiona el lugar, solo lo conocía por la novela, pero no lo había podido visitar. Le gusta el contacto frío del mármol de los veladores, son antiguas lápidas de cementerio, a las que Doña Rosa les da un nuevo uso, y eso a mi invitado le hace sentirse como en casa. Un atractivo del lugar, es leer por debajo de las mesas, con los dedos, los nombres de los difuntos que tuvieron antes, esa propiedad. Antón ríe, ante esta originalidad, su humor es genial.
Pedimos chocolate, es la especialidad, unos mojicones para mojar y dos copas de ojén. Charlamos, de todo en general. Me cuenta que se encuentra bien, a pesar de sus problemas de salud, no siente malestar, ni vive en soledad. Sufrió una larga enfermedad, pero mejor no recordar. Sabe que no está solo, muchos sufrieron lo que él, conoce a Kafka y a Marguerite Gautier, que pasaron las mismas penurias físicas que él, lucharon años contra ese mal, pero soñaron y amaron de verdad. Sabe que el tiempo no acabó allí, que puede seguir, está con Olga y le queda mucho por contar, necesita seguir contando. Pasa Doña Rosa a nuestro lado detrás de su enorme gato, tropieza con los clientes y dice con frecuencia “nos ha merengao”, el gato parece entenderla y juega a ser perseguido entre las mesas. Antón observa a Doña Rosa y ríe con ironía, me dice que algún día le escribirá un cuento, es la gula y la avaricia personificada; le cuento, que se comenta en el lugar, que guarda baúles enteros de oro, tan bien escondidos que no se los encontraron ni durante la guerra civil. Ya, no se sabe, si pesa más el oro, o ella misma.
Es una buena compañía, Antón. Hablamos de “La Tristeza”, su cuento; le digo que es de lo más profundo y doloroso que he leído. Que es un dolor desamparado, angustiado, es la más honda soledad. ¿Sabes que me dice?......que no me asombre, que al mirar a cualquier lugar puedo encontrar a personas así, como el cochero, solas y tristes. Que el mundo está triste y la gente está sola, muy sola. Que nos estamos olvidando de querer, que no sabemos amar. Que no sabemos vivir, que cuando nos demos cuenta ya no podremos seguir. La Tristeza es casi general. Es una pena, dice, pero es verdad. La soledad es la máscara, la búsqueda, la pérdida, el desamor, las añoranzas………. Un jarrón vacío hecho de cristal de angustias y de sueños; o como un gran cántaro de barro, que cuanto más vacío está, más retumba. Oh…………..hablamos de La Dama del perrito, es su cuento preferido. Dice que la escribió como contraposición a Anna Karenina de Tolstoi, pues no deseaba mostrar la convención social, sino más bien unas personas que aman, lloran, sienten y viven. Un canto a la humanidad. No podía censurarlos por un acto de amor. Le pregunte si conoció a la dama en cuestión y me dijo que sí, que alguna vez la tuvo por compañera, o que, me asome a un espejo. Hay muchas Anna Sergueevna, comentó. Es frecuente, que la suerte misma destine una persona a otra y sin embargo, resulta incomprensible que la misma suerte los ponga a tanta distancia. Que todos los que aman sin reservas y sin pensar, están en ese lugar, delante de un balcón con la persona a la que aman detrás, consolando sin saber que decir o qué no lamentar. Diciendo, no llores más. Me dijo que a esos cuentos no se les puede dar otro final, si lo quieres diferente te lo tienes que inventar. Hay hombres y mujeres que dejan el tren del amor, porque alguna vez lo han conocido; incluso que han podido subir a él pero lo dejaron ir porque sólo quedaban billetes de segunda clase o porque no estaban seguros de querer llegar al destino que se indicaba en su itinerario. El también sabe, de relojes parados y corazones de tiza.
Dice que le gusta escribir y sigue escribiendo, que no sabe de historias ni cuentos, sino de emociones. El mira a los ojos de la gente y se acerca a un sentimientos, o dos, o un montón, somos pura pasión. Así es muy fácil escribir, me dice, basta tener el sentimiento al que dedicarle unas líneas, bautizar a las personas y dejar fluir. Sus cuentos reflejan situaciones aparentemente vulgares, por lo general, somos así, tremendamente humanos. Aunque hay excepciones, por eso hay cuentos que empiezan con: Erase una vez un trozo de madera……………Así comienza el cuento de Pinocho y así se podría comenzar a contar la historia de mucha gente. Hay personas que son eso, trozos de madera, incapaz de sentir. El mundo es un vivero de historias increíbles, pero hay que pararse a mirar.
El chocolate estaba exquisito, ha sido una merienda deliciosa. Doña Rosa nos ha invitado, en un larde de generosidad, no nos ha querido cobrar, esta noche tendrá menos que contar. Pero no todos los días tiene a Antón Chejóv sentado en su salón. Ahora hay más gente en el local, y mucho humo, pero a mi compañero no le parece molestar, hacemos un chin-chin con el último sorbito de ojén, a la salud de Cela, que nos trajo a este lugar. También una promesa de querer regresar. Es hora de irnos y vamos juntos, hacía la puerta. Me cuenta que le espera Olga, para pasear por un jardín de cerezos, que es muy feliz y se siente muy amado. Ya en la calle, un abrazo y no un adiós, más bien un hasta luego, el sabe que voy a seguir leyendo sus cuentos y yo sé que en algún lugar él me esperará, al despedirse me ha dicho que, lo que de verdad ha ganado ahora, es, el no preocuparse por el paso del tiempo, le es igual.
Me hizo ver que el puro presente no es sino el fugitivo progreso del pasado royendo el futuro. A decir verdad, toda percepción ya es memoria. Él, dice sentir………..un bonito bienestar. Ha sido una tarde maravillosa, de no olvidar, que fácil es, si se quiere de verdad.
Hasta pronto, Antón.
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