
La vida de Enriqueta no era una vida con letra de bolero, no era una vida dulce de guiños de cantina…sus días tenían un latir rasgueado y lacado, de una punteada mala suerte. Ella era de raíz arrabalera y un puro desengaño…aunque desde chica fue abandonada, nunca traicionó sus anónimas raíces…Y se consideraba verdadera y auténtica como ninguna. Estuvo siempre orgullosa y arrogante de su baja cuna…su vida no tuvo letra de tango…aunque sus sentimientos si fueron pasajeros, de los que encandilan y embaucan entre humos de cigarros y brasas de candelas, fueron sentimientos llamados siempre al fracaso…...Se apellidó Quebranto, pero bien podría haberse apellidado Trabazones, porque tenía el corazón trabado… quebrado, sin posibilidad de amar otra cosa que no fuera ella misma . La música de su vida expresaba soledad, una inhabilidad para establecer cualquier lazo estable y cuerdo que llenara de calidez su nido…La madurez de Enriqueta se inundó pronto de un matiz carnal, enaltecido de una brusca sensualidad, tan elemental y tan lisa que carecía incluso de tristeza o melancolía… Enriqueta existía casi sin existir….quizás había aprendido a no sentir…su asolada infancia justificaba cualquier torpeza en el intento de acometer un capítulo en su vida que consistiese en un lazo leal. Todos los que la conocían, sabían que Enriqueta no contaba.
Enriqueta no se apellidó Expósito por un puro milagro, porque el día que la dejaron recién empezando a andar en la Casa Cuna , traía como tesoro un libro de familia marchito y lleno de garabatos tachados, envuelto en una bolsa de plástico; y una madre que durante muy poco tiempo la visitó…Ella no recuerda su cara pero sí su incierta compañía, a veces cuando quiere acordarse de esas visitas, duda ciertamente sino se habrá inventado esa madre para lacar de un poco de decoro y tibieza sus primeros días. Enriqueta, aún hoy día, apenas alcanza a conocer algún detalle acerca de su identidad…. Pero ya poco le importa. El día que abandonó la inclusa con destino a una casa para servir, le pusieron en la mano su libro de familia y entonces supo que nació en Malandar, una ciudad con puerto…hacía dieciséis años… que su padre se llamaba Martín y su madre Catalina…No tenía fotos de sus padres ni ella sirvió nunca de modelo a un objetivo hasta muchos años después…En ese momento supo que tenía que hacerse cargo de su propia vida, y que hay cosas que a ciertas alturas no se pueden cambiar.
Lo que pasó en sus primeros años de hospicio lo cuenta Enriqueta con mucho orgullo y también mucho dolor… allí aprendió a leer y a escribir, cien oraciones, un rosario y muchas vidas de santos, la enseñaron a coser y a bordar, a aguantar el frío y algún azote, aprendió a lavar los trapos menstrualmente ensangrentados de las monjas en un barreño de cinc con agua bien fría, aprendió a olvidar el olor del agua sucia y aprendió que estaba sola en el mundo. Lo que pasó en los años siguientes de salir del hospicio fueron capítulos de una amarga novela…. Servilismo y trabajo, abusos que no sabía que lo eran, falsos cariños cambiantes y derrames de tristezas que ella no quiere recordar unos días, y otros los engalana y abandera con devoción. Enriqueta no sabe hacer otra cosa que servir a los demás, vivir su vida de una manera devota y mística, casi sin desengaños ajenos, porque de ella poco se espera…. Enriqueta es libre. Sin otra atadura, que no sea su mirada al cielo al despertar…. Y ese absurdo disfraz de heroína de un injusto pasado, a la que por su desventurada desgracia, todo se le perdona.
Ni ella sabe cómo…. porque confunde, miente y olvida……con cuarenta y cinco años y un hijo en el mundo se casó en el lecho de muerte con un pudiente anciano venido a menos que la salvó de dormir en la calle y arregló su situación. En ese mismo libro de familia, ella con su puño y letra escribió la fecha de la boda y el nombre del maduro novio en cuestión…. Garabateó y tachó a su conveniencia hasta confundir al propio libro… Así, inocentemente cubrió de decencia y honra su cuestionable vida. Pudo quedarse a vivir en la vivienda de su viudo marido y hacerse dueña y señora de sus enseres y de su hogar. Hoy sigue viviendo allí, en una casa baja, con tres habitaciones que a veces alquila a gente de ir y venir y una cocina comedor, donde vive un sofá de tres plazas y duerme un inmenso gato. Lo más vivo de la vivienda es la ventana, esa a la que miran sus conocidos, buscando inconscientes el jarrón de Enriqueta tras los cristales que asoman al prometedor mundo de su dueña. Porque Enriqueta, además de realizar pequeños arreglos de costura a sus vecinas y alquilar habitaciones, a lo único que ha dedicado sus ganas es a recibir en su sinuosa casa. El jarrón en la ventana es el señuelo y la celada para quién quiere frecuentarla. Como la Dama de las Camelias, ese jarrón es la señal de beneplácito que obtendría quien la visitara, es la señal de que está sola y dispuesta a entregar su cuerpo entero. El jarrón antiguo y algo desconchado encarna un soporte esencial de recuerdos para los que pasan y no entran, encarna la naturaleza fría, seca y burlona de su dueña…Es blanco y celeste con voluptuosas formas grabadas y sobresalen de él algunas rosas amarillas y blancas, colocadas distraídamente, con un poco de polvo en los pétalos y el tallo de alambre desnudo y oxidado.
Ahí va Enriqueta, pequeña y con anchas caderas, con unas piernas rotundas y una cabeza demasiado estrecha para ella, camina con brío y orgullo, vestida con un traje sastre marrón y una blusa blanca que se le pega a sus maduros pechos con cierto descaro y tocada con un sombrero beige un poco deslucido que enmarca su rostro cetrino. Lleva unos guantes que le dan un barniz sacramental y unos pequeños zapatos de tacón que alguien le ha regalado de algún invierno antiguo; sus ojos miran con desconfianza a la gente a su alrededor sabedora de los murmullos que despierta al pasar, pero lleva su cabeza bien alta, haciendo gala de esa arrogancia que la ha parapetado siempre ante los cotilleos de la vecindad.
A veces le salen mal sus cuentas…como ahora… llega de la calle con compañía y se encuentra a su hijo adolescente sentado en el sofá con su gato siamés en los brazos. Es un niño asustadizo y solitario… que pasas sus horas acariciando el pelo blanco de su gato o se pierde por el borde del río con su vieja bicicleta. Ella es descuidada pero no insensible, no desatiende nunca totalmente sus deberes de madre y en las atenciones hacía su hijo se le escapan las únicas pizcas de amor que es capaz de regalar Enriqueta. Al encontrarse a su hijo en el salón, se excusa ante su amigo, se quita los guantes y los guarda bajo su axila, busca algo en el bolso que no logra encontrar; entonces con una sonrisa prometedora… le ruega a su acompañante que le de un poco de dinero al niño para que se divierta por ahí….Y este con ansias demoradas y un poco nervioso, sintiendo que ya no hay marcha atrás y guardando su pudor ante el muchacho, atina a abrir su cartera y pone en la mano del joven un billete doblado. Contento y esperanzado, notando a su espalda el silencio del lecho dispuesto y adivinando como una dura piedra su miembro escondido y furioso, soporta la tensión del instante con la mirada baja y el cuerpo inquieto. En ese morboso momento llega a oír que el muchacho promete irse, no sin antes dar de comer a su gato….el joven sonríe con una mueca aburridamente gastada y mientras, por el rabillo del ojo busca en sus caras el filo de la traición.
Los minutos se vuelven lentos, mientras el muchacho se decide a abandonar la vivienda, el curso caprichoso del tiempo, se condensa en un silencio incómodo hasta que Enriqueta toma a su amigo del brazo y lo hace entrar en su dormitorio. Ya detrás de la puerta y mientras los ojos se acostumbran a la penumbra… el hombre… envuelto en una incómoda premura observa como el objeto de su capricho queda en combinación después de haber tapado con un pañuelo negro el retrato del difunto marido que adorna la pared. Con unos gestos cadenciosos, la mujer se saca por la cabeza una combinación de falsa seda blanca, orlada de encajes de la que emerge su cuerpo moreno y contundente, radiante y duro como la corteza de su corazón. El chico impaciente…. vuelca unos desechos de pescado crudo en un plato viejo y desconchado….y acerca al gato tomándolo por su grueso y peludo cuello. Espera un poco para ver comer a su animal, sentado en una banqueta a la puerta del cuarto, a través de la cual se filtra cada palabra, cada rumor y quejido…pellizcándole justo en el corazón. Cuando entre los ruidos se percibe el pataleo de los pies descalzos y el roce de las sábanas crispadas, acaricia a su gato y sale de la vivienda….sabiendo que no puede volver antes de oscurecer….Y que su madre… sin querer… le ha robado el ángel de la guarda, la risa de sus ojos y su pequeña alma.......Pero como bien dice ella, Dios aprieta pero no ahoga....... Y se apresura a la calle notando el billete doblado en la palma de su mano.
Tenías abandonados a tus lectores! Que decir de Enriqueta. Una vida dura ya desde su infancia. No se puede juzgar a nadie, hay veces que cada uno hace lo que puede. A su hijo le marcarán esas imágenes o esas escenas durante su vida, pero tendrá que aprender a vivir con ellas. Un relato intenso que te deja con ganas de más.
ResponderEliminarAmiga mía, acabo de darme cuenta que hace un año que conoces a Enriqueta Quebranto y yo sin enterarme, no creas que te he desatendido, es solo que entro poco por aquí. Enriqueta es un personaje que casi no existe, nunca están, los que son "Así" hacen que no tengamos que casi contar con ellos. El pobre hijo, como ella no sabrá AMAR.....es injusto, y no quiero juzgar, pero las carcterísticas de la vida de cada uno no justifican casi nada, somos responsables de nosotros y nuestras actitudes..........Pobre Enriqueta, también... cuantas cosas se pierde, yo tengo una Enriqueta cerca de mí, y siempre están solas. Un abrazo
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