lunes, 11 de octubre de 2010

Templar de mariposas




Después de la boda su marido resultó ser un hombre calculador y de costumbres fijas en la intimidad. Cada noche, limpio, perfumado y alegre, se sentaba encima de la cama, ponía el despertador con la hora acostumbrada y se acostaba a su lado. Hablaba de alguna rutina del día siguiente, planeaba algún recado y luego empezaba con palabras amables y cariñosas, apagaba la luz, para no turbarla, retiraba la sábana, la acariciaba con moderación y después le ponía una mano en la cadera y le pedía. Ella siempre tumbada, con el camisón subido, él siempre encima; mientras, abajo en la calle iban bailando los sonidos de todas las noches, los ruidos de una ciudad que no la sentía. Embestía. Gemía. Si hubiera querido, ella habría podido contar cada noche las embestidas moderadas, los cambios de ritmo y alguna palabra de rigor, podía adivinar el recorrido de las manos de su marido por todo su cuerpo. Después se tapaba y se dormía. En absoluta oscuridad ella permanecía vacía y aturdida al menos una hora más. A veces se buscaba a sí misma con los dedos. Se lo quiso contar en secreto a una amiga íntima, que le hubiera dicho: Cuando se ama es distinto, pero cómo saber que se ama, cómo explicarle mariposas a una tortuga. Luego de los años ella amó, y fue distinto. Supo esperar, y llegó, no fue tortuga, sabía de mariposas. Una vez, ella sintió de pronto en la nuca, en la raíz del pelo, una especie de agradable punzada interior que irradiaba calor hacia los hombros y las axilas, por eso supo, que fue entonces, sintió la necesidad de apretar las rodillas y esconder su propio secreto. Desde entonces no pudo dejar de mirar su charlatana boca ni sus ojos. No eran pareja, tan sólo dos personas. ¿Conocidos? ¿Amigos? ¿Un acuerdo para un día de otoño? ¿El afecto del atardecer de una vida? Piernas entrelazadas. Las tuyas, las mías. Tú frente a mí y yo frente a ti. Fue el beso. Un hombre y una mujer se aman o no se aman. Tú y yo. Ten cuidado con las palabras no sea que nos toquemos. Fue culpa de las palabras. Yo estoy en calma y tú estás calmado. Con la yema de los dedos te toco la mano: Gracias, estoy bien junto a ti. Tu mejilla es mi mundo.
Pero ¿Cómo empezar una historia de amor?........Ella sabe que si alguna vez acerca su boca a la suya no podrá separarse más, son candidatos a amar, recelan y desean, desean y se sobresaltan a un desconcierto corporal. Ella no es una princesa y el no es un joven. ¿Cómo y por donde empezar a amar? Ella está sentada, él está de pie. Fuera vuelve a llover, la lluvia arrecia y va vertiéndose sobre ranuras negras de persianas viejas, pule cristales de ventanas cerradas que guardan secretos, cae tan fuerte que hace saltar la tierra de las macetas, la calle húmeda y vacía, la luz vacilante, la habitación pequeña. Algún canalón de la casa ronca y se ahoga como un viejo con un mal dormir… cae un manto de agua sobre el patio, brillan las aspidistras y ella no puede dejar de mirarle y oírle. ¿Cómo empezar en este momento una historia de amor? Ella está de pie y él sentado. Está aturdida. Está aturdido. ¿Estás bien? El sigue probando a hablar, a contar, ¿Qué contará?......él nunca para de hablar, mientras habla, ella alarga el brazo y coge la taza de la infusión, huele a anís y él se estremece porque el calor de su pecho casi le ha rozado la espalda. Ahora mismo tengo que quitarle ese nudo de temor, piensa ella, agarrada a la taza. Está caliente y sabe que se va a quemar. Ella le roza, sonriendo con los ojos, y le pide algo, pero algo así: ¿Te casarías conmigo?... Todas las veces, responde él. El hombre le besa los párpados y le va desabrochando los corchetes demasiado tensos del vestido… lleva pintado amapolas. Y llegó el contacto, un tímido abrazo, en parte por la soledad de la carne y en parte por afecto, mucho afecto. Después, ella apagó la luz y los dos se desnudaron con pudor, en total oscuridad, a ambos lados de la cama. Se encontraron a tientas. Ella sintió que tenía que enseñarle, a pesar de su edad, parece que tú sabes más, se dijo. Él no se debe enterar, del tiempo que ha perdido ya, ella no es libre y él no es un trasto viejo, pero sí siente una enorme ansiedad de amarla. Se enseñaron, imaginaron y jugaron. Una erupción de júbilo inundó el lugar, se sintió rodeada por una placenta de mar. Se acabaron las mariposas y la tortuga: se supieron. Vientre contra espalda y vientre contra vientre y hombre y mujer, ellos jugaron a jugar. Se miraron, con ojos de mirar, con los ojos de la carne, los ojos del espíritu ahora están cerrados, no quieren ver llegar la vejez, no quieren que se apague el deseo de la carne, la pasión no va a convertirse en cenizas. Su mirada está alerta y despierta pero los ojos del espíritu están cerrados. Si los abriera solo un instante, sentiría vértigo y se caerían. Los ojos de la carne desean, el ojo del espíritu se consume, él no debería estar aquí y el qué no está no está.
Si pudiéramos verla, sería interesante saber en qué está pensando ahora, por qué tiene esa misteriosa sonrisa de gata adormecida y satisfecha, satisfecha de jugos nocturnos, sabía que ahora reirían todo el rato por nada, solo tendrían que encontrar algo que empezar a contar, él contaría en susurros, contarle su vida, sus días y sus ganas de amar. Deben ser susurros, entre susurro y susurro se encuentra un beso, una caricia, una mirada y una ilusión. Si pudiéramos pediríamos deseos, ¿verdad? ¿Qué deseo? ¿Qué más podría desear, que amar? Se contaron cosas, como escribiendo palabras, borrándolas y escribiendo otras encima. Poniendo títulos, subrayando con miradas y suspiros. Jugaron y escribieron persiguiendo vocablos. ¿Y si no se cumple mi deseo en la vida, que haré toda la vida? He perdido tanto que me da miedo, me siento llena y vacía. Con él, así, siempre llena hasta aquí. Bajo la lluvia,

La ciudad entera desconoce su historia, desconoce su amor y desconoce esas horas de espera. Siguen susurrando mil y una historias. Le cuenta de encantamientos, de amuletos y de sueños. Ella mete su mano entre el heno de ese pecho envejecido, recoge paja e intenta hacerse un nido. Quiere ser golondrina ¿La dejará el tiempo, los dientes del tiempo? Llegará el mordisco, no perdonará, el tiempo no lo hará; no entiende las brasas de mi noche ni la vergüenza de mi día, mi sangre convertida en miel caliente, espesa. Intenta callar para que su silencio le hable, para que le cuente que ha estado aquí y allá, has buscado y has llegado, éste es tu lugar. Y cuando languidezca el día, se vaya la lluvia y se seque la humedad, lo sabrás. Has llegado. Estás aquí. Una tortuga la supo.

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